Érase una vez en…. Hollywood

– CRÍTICA. Érase una vez en…. Hollywood –

Cuéntame un Quentin
 
Con el tiempo transcurrido desde su proyección en el pasado Festival de Cannes, Érase una vez… en Hollywood ha permanecido en la mente de aquellos y aquellas que la vieron allí como un objeto extremadamente perturbador. Entre sus citas, sus mensajes implícitos que se adivinan polémicos y la tierna y melancólica descripción de los seres marginales de un Hollywood desaparecido, Tarantino logra realizar una de sus películas más emocionantes, pero también de las más extrañas… Explicaciones. 
 
Fue una expresión utilizada a menudo tras la proyección en Cannes: Érase una vez… en Hollywood sería un viaje a la mente de Tarantino, una inmersión en sus recuerdos de niño cinéfilo. Más bien un paseo por Memory Lane que un verdadero regreso a Cielo Drive y a los trágicos hechos que allí tuvieron lugar la noche del 8 al 9 de agosto de 1969. En ese sentido, el propio cineasta comparaba su papel en la película con el de Alfonso Cuarón en Roma: el de un submarinista que se da un chapuzón en sus recuerdos de la infancia, ese momento mismo en el que nuestra consciencia del tiempo que pasa, justamente, aún no se ha desarrollado, en el que todo nos parece eterno. 
 
Pero ahí donde Cuarón rueda sin estrellas y con uno de los presupuestos más bajos de su filmografía reciente, todo ello con una distribución bastarda y polémica con Netflix, Tarantino reconstruye su magdalena proustiana con el segundo presupuesto más elevado de su carrera (prácticamente igual a los cien millones de dólares de Django desencadenado, contra los solo quince de la Roma de Cuarón). Una suma que le permite filmar de forma suntuosa hasta el mínimo detalle de esa ciudad reconstruida: sus cruces con hippies haciendo autostop, sus salas de cine en sesión continua, pero también el rancho de Charles Manson y sus acólitos, el mismo donde también tuvieron lugar rodajes de películas pseudoporno de baja estofa hoy ya olvidadas.  
 
La discreta presencia en la película de Sharon Tate, que no ha dejado de suscitar críticas considerando que el cineasta trata a Margot Robbie como un puro elemento decorativo (de lo que el de Tennessee se defiende mencionando que Tate era a menudo descrita como un ángel que sobrevolaba la ciudad), puede sin duda ser leída en ese sentido: la película sobre Hollywood de Tarantino toma evidentemente el partido de los marginales, de los olvidados, sobre todo a través de los ficticios Rick Dalton y Cliff Booth, es decir DiCaprio y Pitt, respectivamente estrella de medio pelo en horas bajas y su fiel doble de escenas de acción al que ya nadie quiere contratar porque se sospecha que asesinó a su mujer. La sobreabundancia de detalles, referencias, objetos, recreaciones de películas y series televisivas, e incluso publicidades, y la insistencia en la amistad entre los dos hombres crea un sentimiento de lo más extraño: mientras que la cinta no parece tener nada de conceptual o experimental —a diferencia de, por ejemplo Death Proof— tenemos el sentimiento, prácticamente durante todo su metraje, de ver la película más rara de Tarantino, llena de puertas y cajones que el cineasta solo osa entreabrir, pero que parecen dejar ver, muy brevemente, los misterios más oscuros de su cine. 
 
Cowboys & Shakespeare
Pero, entonces, ¿por qué ese sentimiento tan extraño, como de estar viendo un filme lujoso y sofisticado que recrea por doquier las aceras, las carreteras, las marquesinas de los cines, los decorados llenos de subproductos baratos y, en definitiva, todo aquello que está «al lado de» lo que normalmente es Hollywood (literalmente, puesto que Dalton es el vecino de la residencia de los Tate/Polanski)? La respuesta podría estar ligada a lo que se ha terminado convirtiendo en el pequeño vicio, y quizá la fuente de una cierta esquizofrenia, del cineasta: el prestigio. En cierto sentido, Tarantino, para reencontrar su camino tras las rupturas de Kill Bill y Death Proof (en las que la misma noción de «película» saltaba por los aires, ambas estando divididas en volúmenes, incluso no siempre con el mismo autor a los mandos), ha tenido que tomar el mismo que aquel cineasta que siempre criticó por razones políticas (tratándole de fascista) y estéticas (prefiriendo largamente a Howard Hawks): John Ford. ¿Qué camino? El que encontró el irlandés gracias a La diligencia, en 1939. Flashback: años diez. Hollywood acaba de nacer y el cine estadounidense conquistaba el mundo. Con sus películas espectaculares llenas de acróbatas de feria saltando de caballo en caballo, disparando revólveres y persiguiéndose a todo trapo, logran hacer tambalearse la fórmula francesa consistente en usar actores de prestigio para adaptar obras de prestigio. John Ford trabajaba en ese Hollywood. Incluso brillaba en ese Hollywood. Más tarde, llega el sonoro. Las estrellas de Broadway reemplazan a las vedetes silenciosas y Hollywood ya no es el mismo. Ford está perdido, y sus películas de los años treinta componen una extraña y desigual filmografía. Pero, en 1939, encuentra la fórmula mágica. Rodeando a John Wayne de personajes shakesperianos como el que interpreta Thomas Mitchell y dando a su historia un peso social y psicológico, da con la apuesta ganadora, pudiendo de nuevo filmar a caballos a toda velocidad, a diligencias en apuros, a héroes con rifles en la mano. Dicho de otro modo: un compromiso con el nuevo prestigio para poder encontrar de nuevo un viejo placer, ahora considerado como pobre.
 
Tarantino, consciente o inconscientemente, se ha convertido en un heredero de Ford. Si echa de menos aquella libertad del cine independiente de primeros de los noventa, la misma que permitió ver la luz a una película como Reservoir Dogs, tal vez sea porque él mismo ha tenido que adaptarse a la fórmula del prestigio: si ya en Jackie Brown utilizó la carta de dar a estrellas entonces en la cumbre como De Niro y Michael Keaton papeles secundarios con el fin de sostener su proyecto de filmar a Pam Grier y Robert Forster en los roles de sus vidas, sus películas recientes, cada vez más, han respondido a grandes «conceptos»: la Segunda Guerra Mundial, la esclavitud, la Historia de su país (carta de Lincoln print the legend incluida, en Los odiosos ocho).  
 

A la manera del twist final de Nosotros, la verdadera Historia no tardó en demostrarnos que el mal ya acechaba en ese mundo que Tarantino se obstina en salvar, en preservar

Dicho de otra manera: para poder filmar de nuevo a dobles de escenas de acción, tiempos muertos en rodajes tristes (la cumbre de la película es un largo diálogo entre DiCaprio y una niña actriz que le ofende primero y le admira luego, generando tanto humor como melancolía), Tarantino tiene que adaptarse a una nueva era en un Hollywood en mutación permanente (por no hablar, evidentemente, del fin de su colaboración con la Miramax de Weinstein) que hoy exige, precisamente, eso: conceptos, estrellas. Y se somete a estas obligaciones, pero retorciéndolas. Sí, filma a las dos mayores estrellas del mundo (perdón, Tom Cruise), Brad Pitt y Leonardo DiCaprio, y las filma como tales (véase el increíble momento erótico del pecho desnudo de Pitt al sol), pero interpretando el papel de dos pringados ficticios de Hollywood. Mientras que, por el contrario, la verdadera estrella real, Polanski, está encarnado por un actor polaco desconocido, Rafał Zawierucha, al que apenas percibimos en dos secuencias de la película. Además, su gran concepto histórico parece convertirse por momentos en una mera tela de fondo, con cartones indicando fechas como para recordarnos la proximidad de la tragedia, pero sobre todo se sirve de ella para hacer de esos queridos parias los héroes capaces de salvar la Historia. 
 
Doble juego
Pero, ¿qué historia, exactamente? Esa es la pregunta más intrigante y la más delicada de la película. Teóricamente, la de un tiempo en que Hollywood (y, por extensión, los Estados Unidos) era el lugar de cohabitación entre elementos absolutamente dispares, un mundo demencial en el que los hippies se cruzaban con las viejas estrellas, en el que Sharon Tate podía practicar artes marciales con Dean Martin en un rodaje. Pero también un mundo en el que un doble de escenas de acción podía continuar más o menos tranquilamente su vida tras haber matado a su mujer, entendemos, porque esta hablaba sin parar (¡!), sin mayores consecuencias porque, en el fondo, es un buen chico. Un buen chico capaz de enfrentarse en duelo con Bruce Lee (primera fantasía que Tarantino se permite entre ficción y realidad), pero, sobre todo, capaz de oponerse a la horda de hippies psicópatas de Manson (segunda). La Historia, en fin, «salvada» por un especialista. Por un doble, pues. Por su iniciativa conceptual, que termina tomando el poder en la parte final de la película, no nos sentimos tan lejos de la excelente y compleja Nosotros, de Jordan Peele. Si, en esta última, Estados Unidos veía emerger el doble maléfico de su sueño de felicidad y de unión entre los pueblos, aquí, el doble excluido y violento del viejo Hollywood sería tal vez capaz de impedir que los años peace & love se hundan en la pesadilla de su propio doble maléfico: la secta Manson. No obstante, a la manera del twist final de Nosotros, la verdadera Historia no tardó en demostrarnos que el mal (entiéndase, la vida de Roman Polanski en los años posteriores) ya acechaba en ese mundo que Tarantino se obstina en salvar, en preservar. ¿Podemos invocar el mundo de nuestros recuerdos infantiles sin, de paso, fijarlos, sin encerrarse en ellos? Tarantino no se plantea la cuestión, zambulléndose de cabeza, con el mismo placer y la misma melancolía de quien encuentra sus viejos juguetes de la infancia. Puede que sea finalmente ese el sentido que hay que interpretar en el título: no tanto un homenaje a Leone como una forma de recordarnos que esta película, tal vez, no sea más que un cuento. Un cuento que a ese niño de Tennessee le encantaría escuchar, una y otra vez. 
Fernando Ganzo para Sofilm nº 63 (actualmente en quioscos)