Ad Astra

– CRÍTICA. Ad Astra –

Cuaderno crítico

Ad Astra
De James Gray, con Brad Pitt, Tommy Lee Jones, Donald Sutherland
Estreno el 20 de septiembre
 
Es un proyecto que viene de lejos: al fin James Gray ha logrado hacer su película en el espacio, con Brad Pitt en el papel del solitario astronauta en busca de su padre en los confines del sistema solar. Si este extraño viaje psicológico no emociona del todo, es porque se nos presenta más bien como una hermosa y apasionante introspección en las obsesiones del cineasta. 
 
Sensación de continuidad. Esa es sin duda la primera y sorprendente impresión de Ad Astra, séptimo largometraje de James Gray. Continuidad que Gray niega, al menos desde un punto de vista consciente, pero que liga Ad Astra con su predecesora, Z. La ciudad perdida. En la parte final de ésta, un joven partía en busca de su padre, que había abandonado a la familia para embarcarse en la búsqueda de un absoluto (el Dorado). Aquí, se trata de un hombre maduro que parte en busca de su anciano padre, que ha abandonado a su familia y a la Tierra entera en búsqueda de un absoluto (vida inteligente en los confines del sistema solar). Z era un viaje hacia el pasado (del mundo –la era de las exploraciones coloniales en el continente americano– y de los personajes –puesto que la joven edad del chico añadía un lado regresivo a la historia). Ad Astra propone el mismo tipo de trip, pero hacia el futuro (del mundo –las exploraciones coloniales en el espacio– y de los personajes –puesto que el envejecimiento de Brad Pitt y de Tommy Lee Jones es una de las claves de la película). 
 
Sin embargo, algo va mal con Clifford McBride (Tommy Lee Jones), astronauta heroico y legendario. Según parece, su obsesión le ha llevado tan lejos que todo parece estar saliéndose de madre. Su nave está perdida, fuera de control, en algún lugar en la órbita de Neptuno. Y de ella salen propulsadas todo tipo de descargas eléctricas en dirección al Sol, pudiendo, a su paso a través del Sistema Solar, aniquilar toda forma de vida. La consecuencia es que su hijo, Roy McBride (Brad Pitt), se ve obligado a ir a Marte, desde donde puede enviar un mensaje a su padre, forzándole a responder para así localizarle, primero, y convencerle de abandonar la misión, después. 
 
 
En ambas películas encontramos un mismo esquema, pues: un padre, un hijo, la promesa de lo absoluto y la voluntad (sino la pulsión) de avanzar en pos de ella con los ojos cerrados. Hasta la locura y la muerte, si es necesario. Si lo absoluto es aquí todavía más abstracto (inevitablemente, puesto que es algo inmaterial y lejos de nuestro planeta), resulta lógico que la película parezca, también, mucho más abstracta y, por lo tanto, menos emocionante. El solitario espacio de Gray no está lejos del de las últimas películas del género como Gravity, Interstellar o incluso First Man. Sin embargo, aquí no se trata en absoluto de vivir una aventura física y geométrica como sucede con Cuarón, ni una exploración del tiempo y de dimensiones desconocidas, como sucede con Nolan. Ni tan siquiera se trata de describir la relación entre el hombre y la máquina que le lleva más lejos que nunca cual sardina en lata espacial, como sucede con Chazelle. En el caso de Gray, cuando más se abarca lo que es muy grande (el Universo), más terminamos encerrándonos en lo que es muy pequeño (la mente de un hombre). La película nos lo recuerda constantemente: cuando los astronautas se preparan para ir a la Luna, a Marte y finalmente a la órbita de Neptuno, la etapa esencial para avanzar consiste en un control psicológico cotidiano realizado gracias a una máquina que graba el testimonio del astronauta en cuestión y decide si es apto o no para continuar la misión. El Universo en toda su inmensidad no es nada comparado con la cabeza de un hombre, parece decirnos Gray. De ahí una sobreabundancia –lógica, fascinante, en ocasiones, también, cansina– de psicología en la película. Por retomar la comparación con la película de Cuarón: si en Gravity el espacio servía para suprimir casi toda forma de psicología de los personajes y presentarlos como puros cuerpos sometidos a las fuerzas físicas de la gravedad, en Ad Astra, el espacio sirve para suprimirlo todo salvo la psicología. Cuarón nos promete una experiencia inmersiva en el espacio; Gray, una experiencia inmersiva en la psicología de su protagonista. De hecho, nada impide pensar que el ángulo escogido por Gray desactiva gran parte de la emoción de la película: todas las peripecias vividas por Roy McBride durante su largo viaje pueden parecer anecdóticas, y, si se cortasen del montaje, la trama no cambiaría demasiado. Ningún esfuerzo físico, ningún obstáculo puede atascar la trama imparable y puramente mental de la película. Ad Astra puede entonces parecerse a un viaje al corazón de las tinieblas en el que Roy debe encontrar a su propio coronel Kurtz. En este caso, su padre, inevitablemente. 
 

Sin embargo, sería un error ver las peripecias vividas por Roy McBride como anécdotas inútiles. Gracias a ellas, el género «película en el espacio» se convierte para James Gray en algo más que una excusa para contarnos su nueva sesión con el psiquiatra. De hecho, proponen cosas nunca vistas: basta con pensar en la idea fascinante de tener que ir a una estación subterránea en Marte para grabar mediante un micrófono mensajes directamente enviados a Neptuno. Ya antes, la película nos proponía una hipótesis todavía más aventurada: la de filmar la Luna como una nueva tierra sin fronteras y sin leyes donde los países se confrontan y los piratas están al acecho. No hay que perderse esa impresionante escena en la que tres automóviles de piratas se lanzan al ataque del que transporta a los protagonistas. Comienza entonces una persecución en ingravidez en la que el ruido de los disparos se ve ahogado al mismo tiempo que suspendidos los cuerpos de los actores. 

 
Esta idea según la cual, en un futuro cercano, la Luna podría convertirse en un nuevo Far West donde las diligencias serían atacadas por bandidos, está lejos de ser anecdótica. Sobre todo porque no es la única que infiere a Ad Astra un aire de western (basta con pensar en la presencia en el casting de Tommy Lee Jones y Donald Sutherland, dos de los Space Cowboys de Clint Eastwood). El Oeste, el Espacio… el viaje de Roy es mucho más que el simple trayecto psicológico de un individuo: es el de una civilización entera. Si su padre partía a los confines del espacio como un héroe explorador, él lo hace motivado en principio por una pura necesidad de supervivencia, un sentimiento apocalíptico. Ya sea en el Río Grande o en los anillos de Neptuno, la conclusión no deja de ser la misma; una vez pasado el tiempo de los cowboys, su gran aventura deja entrever la triste realidad: sólo se trataba de una fuga hacia delante, hacia la supervivencia, dejando tras ellos un Viejo Mundo, decadente y consumido, pero que van a recrear inevitablemente. Matar al padre para convertirse en él no es sólo la condena de Roy: es la de la humanidad entera, ayer como mañana. 
 
Uno de los desafíos que Roy debe superar, consiste en atravesar un lago subterráneo en Marte. Para lograrlo, tiene que ayudarse de un enorme cable del que va tirando para subir hacia la superficie. Es algo que forma parte de su movimiento imparable en la película y que aquí se vuelve más cristalino que nunca: avanzar quiere decir tirar del cordón umbilical, volver, en este caso, al padre. En la estación donde alunizan los viajes comerciales y turísticos, los hombres han construido una suerte de aeropuerto lunar con los mismos comercios y las mismas y absurdas formas de matar el tiempo que en la Tierra. La voz en off del personaje de Brad Pitt lo constata: siempre terminamos recreando aquello de lo que buscábamos huir. El hijo debe pagar por los pecados del padre… cometiéndolos de nuevo. La gran aventura, el gran viaje de la humanidad, en el fondo, no es nada de nada. «Somos todo lo que tenemos», dirá Roy en los confines del Universo, con un gran sentimiento de decepción. 
 

El «astronauta como héroe depresivo» ya era la idea fuerte del First Man de Damien Chazelle. Pitt, cuyo personaje ha aprendido a no sentir nada, a permanecer absolutamente solo e impasible, hasta el punto de no sentir jamás acelerar su pulso, añade algo en relación al Neil Armstrong de Ryan Gosling y su pulsión de desaparición en la Luna; una forma de tristeza todavía más profund: la de haber querido atravesar el espacio, como la vida, sin que nada ni nadie le toque. «Espero con impaciencia el momento en que dejaré de estar solo», termina por decir, desesperado. En las investigaciones inconclusas del padre de Roy, varias imágenes fascinantes nos muestran la superficie de diversos planetas: no había nada. Gray ha tenido el valor, en cierto modo, de ir tan lejos en sus obsesiones como sus personajes, aunque ello implique encontrarse con los límites de su cine y desencarnarlo. El autor de The Yards y Little Odessa no está aquí tan lejos del Lars von Trier de The House that Jack Built. El uno como el otro han comprado un billete de ida hacia su propio infierno personal y cinematográfico. Saber si se sale indemne o condenado de ese tipo de viaje es algo que no importa demasiado. 

Fernando Ganzo